GAUCHO Y VIHUELA – TUPÍ Y LAÚD. Martín Fierro y la Revista de Antropofagia
Marcela Croce
Dra. en Letras
UBA-FFyL/INDEAL
Resumen:
El texto postula una comparación entre la revista Martín Fierro (1924-1927) y la Revista de Antropofagia (1927-1928) en el marco de la vanguardia argentina y brasileña. Aunque el recorrido procura ser amplio y detenerse en aquellos puntos que son susceptibles de entrar en un parangón, perfila tres o cuatro elementos de interés centrales como la relación con las artes plásticas (a través de las ilustraciones y los juicios estéticos), el manejo del humor (en las secciones previstas para tal práctica), el vínculo con las antiguas metrópolis políticas y las figuras orientadoras de cada movimiento, papel que cumplen Oliverio Girondo y Oswald de Andrade. Asimismo, el artículo sitúa a ambas manifestaciones de la vanguardia argentina y brasileña dentro del sistema literario respectivo, estableciendo el rol que les corresponde a las revistas en la concepción de la cultura de los dos países y en el trazado de líneas de pertenencia y afinidades estéticas. A través de estos puntos, se ofrece un modelo comparativo que se estima fundamental para dimensionar las relaciones entre Argentina y Brasil, las que siguen siendo una materia pendiente en la investigación cultural desarrollada en el orden latinoamericano.
Palabras claves: Comparatismo intraamericano, Vanguardia argentina y brasileña, Revistas culturales de los años 20, Martinfierrismo, Antropofagia.
Abstract:
The text postulates a comparison between two magazines, Martín Fierro (1924-1927) and Revista de Antropofagia (1927-1928) in the framework of the Argentine and Brazilian avant-garde. Although the route seeks to be broad and stop at those points that are likely to enter in a comparison, it outlines three or four elements of central interest such as the relationship with the visual arts (through illustrations and aesthetic judgments), handling humor (in the sections provided for such practice), the link with the old political metropolis and the guiding figures of each movement, a role played by Oliverio Girondo and Oswald de Andrade. Likewise, the article places both manifestations of the Argentine and Brazilian avant-garde within the respective literary system, establishing the role that corresponds to the magazines in the conception of the culture of the two countries and in the drawing of lines of belonging and aesthetic affinities. Through these points, a comparative model is offered that is considered fundamental to dimension the relations between Argentina and Brazil, which continue being a pending subject in the cultural research developed in the Latin American order.
Keywords: Intra-American Comparativism, Argentine and Brazilian Avant-garde, Cultural Magazines of the 20s, Martinfierrismo, Anthropophagy.
Justificaciones
Este texto parte de una intuición propia que aspira a tornarse comprobación fehaciente en el transcurso de la escritura: la de que solamente el abordaje comparativo puede salvar una nueva acometida sobre dos revistas a las que una frecuentación obsesiva y una voluntad compendiadora han vuelto canónicas. Martín Fierro (1924-1927) fue la vocera de la vanguardia argentina, auxiliada en un primer momento por Proa (1924-1925) y por las editoriales homónimas que dieron a conocer Luna de enfrente de Jorge Luis Borges en 1925 y Veinte poemas para ser leídos en el tranvía en 1924, en la “edición tranviaria a 20 centavos” que ponía al alcance de un público popular el libro con que Oliverio Girondo inauguró su producción en Argenteuil en 1922. La Revista de Antropofagia, publicada entre 1928 y 1929 en dos “denticiones”, coronaba el modernismo surgido seis años antes con la Semana de Arte Moderno desarrollada en San Pablo en febrero de 1922.
En tanto los martinfierristas mantuvieron una disputa estética y política con el grupo de Boedo –sobredimensionada en buena parte de la bibliografía,1 que se resiste a la dialéctica con la misma vehemencia que dedica a relativizar figuras de intersección entre ambos espacios, como Nicolás Olivari o Enrique González Tuñón–, los antropófagos se enfrentaron a los escritores regionalistas entregados a la denuncia social a través de ciclos novelísticos. En ambos casos, el género dominante de los vanguardistas fue la poesía, y a través de esta práctica se establecieron los contactos con exponentes europeos como Filippo Tomasso Marinetti, abundante en tecnificadas higienes bélicas, y Blaise Cendrars, pasajero estético de un Transiberiano recorrido a dúo con Sonia Delaunay.
En función de un propósito que renuncia a cumplir los itinerarios que la crítica ha transitado hasta la sofocación, declino ocuparme del modo en que los escritores argentinos y brasileños que obtendrían consagración en las décadas siguientes se iniciaron en Martín Fierro y en Revista de Antropofagia. Aunque sin duda menos indagada, me abstengo también de expansiones sobre la recaída derechista y de sostenida militancia católica que acarrean ambos fenómenos. Baste la referencia a Ernesto Palacio, que funda con los hermanos Irazusta La Nueva República en 1928 con el propósito inequívoco de fogonear el golpe de Estado contra Hipólito Yrigoyen, abandonando la tradición jocosa que lo había convertido en ejecutor infalible de figurones locales en los “Epitafios” y el “Parnaso Satírico” de Martín Fierro, donde apelaba al seudónimo casi transparente de Héctor Castillo. Del lado brasileño, Plínio Salgado refuncionaliza sus investigaciones sobre la lengua tupí vertidas en los dos números iniciales de la Revista de Antropofagia para hacer una primera escala en el grupo “Anta” verdeamarelo –cuyo animal emblemático es una especie de tapir con fuerte arraigo territorial– y diseñar luego el saludo “Anauê” (Hermano) que identifica a los miembros de la Acción Integralista Brasileña (AIB), portadores de camisas verdes y brazaletes con una sigma ostentosa en concentraciones masivas que le permiten especular con la presidencia de la República en 1937.
Prefiero, en disidencia con el populoso catálogo que someto a veloz revisión, entregarme a las inquisiciones de un proyecto estético que trasciende la individualidad de sus miembros y que incorpora el interés por las artes plásticas en un arco que va desde las ilustraciones que ocupan las páginas y especialmente las portadas de las publicaciones hasta el afán provocador que esparce zócalos como el que reclama “un proyecto de Código Penal de las Bellas Artes”,2 pasando por la promoción de las exposiciones de Emilio Pettoruti, Alejandro Xul Solar y Norah Borges realizada en Amigos del Arte en 1926, o la de Tarsila do Amaral en Río de Janeiro en 1929.
Paradojas de la renovación
La misma Semana de Arte Moderno registró un antecedente polémico en el artículo con el cual Monteiro Lobato condenaba la pintura de Anita Malfatti desde la muestra que la artista había hecho en diciembre de 1917 en Mappin Stores. La nota de Lobato fue publicada en O Estado de São Paulo el 13 de diciembre de 1917 con el título “Paranóia ou mistificação – A propósito da exposição Malfatti”. Allí integraba a la pintora en las huestes aborrecidas de “Picasso & Cia.”. La andanada antivanguardista –que recuerda al Lukács más intransigente y revela una incomprensión absoluta de la producción secular– se excede en descalificaciones: “arte anormal o teratológico”, similar al que ornamenta las paredes de los manicomios, aunque en este caso se trata de una expresión auténtica de “cerebros trastornados por las más extrañas psicosis”, mientras en el ejercicio de Malfatti resulta una impostación, “siendo todo mistificación pura”.
En la Argentina, el contexto de los 20 demandaba una virulencia menor. Las opciones estéticas no eran tan tajantes (de hecho, los martinfierristas admiten ciertos resabios del modernismo hispanoamericano anclado en la figura de Rubén Darío, como Leopoldo Lugones), los jóvenes de la clase media no requerían un mecenas como Paulo Prado para expresarse –lo que introduce una nota anacrónica habitualmente salteada por la crítica– sino que habían encontrado un canal apropiado para sus intereses en la Reforma Universitaria desde 1918, y los “viejos” que rondaban a la vanguardia no eran académicos como Graça Aranha, presentador de la Semana, sino filósofos ácratas como Macedonio Fernández, que había intentado un experimento de colonia anarquista en Paraguay a fines del siglo XIX. La política local no estaba regida, como la brasileña, por la irregularidad permanente en el ejercicio de la democracia; al contrario, había consolidado al radicalismo en el poder, aunque el momento de Boedo y Florida corresponde al antipersonalismo alvearista y no a la opción popular representada por Yrigoyen. El promotor y director de Martín Fierro, Evar Méndez, era un puntero radical de Entre Ríos llamado Evaristo González que respondía al ala de Marcelo T. de Alvear, lo que justifica que la alternativa yrigoyenista sostenida por varios colaboradores de Martín Fierro en 1927 derivara en el cierre del periódico en vísperas de la campaña presidencial. La Revista de Antropofagia, por su parte, acusó el golpe de la crisis mundial de 1929 que afectó las exportaciones brasileñas de café, al fin y al cabo un producto suntuario, prescindible en momentos de estrechez económica.
El martinfierrismo fue definido como “actitud frente a la literatura y el arte, signada por lo lúdico y la gratuidad” (Sarlo, 1969:12), que trasciende a la propia revista y “se conforma en signo constituyente de un grupo coetáneo y generacional” (Morse, 1995). Tal situación resulta asimétrica con la relevancia que registra la Antropofagia en Brasil, que supera notoriamente la capacidad de unificación grupal para elevarse a metáfora mayor de la cultura brasileña. La descendencia de cada una de ambas actitudes es lógicamente diversa, y su representatividad dentro del país respectivo –sin ignorar el papel que reviste la Antropofagia en la consolidación de una cultura latinoamericana, pese a la frecuencia con que Brasil es situado como visitante descolocado dentro de ella– resulta consecuentemente diversa. Así, en tanto la Antropofagia abarca todas las ciencias sociales y se entroniza en principio organizador por el cual se rigen la antropología –de Gilberto Freyre a Darcy Ribeiro–, la sociología –de Sérgio Buarque de Holanda a la Teoría de la Dependencia– y la crítica literaria –de Antonio Candido a Roberto Schwartz, enfático diagnosticador de ideas fuera de lugar–, Martín Fierro opera en la Argentina como disparador de una serie de “hombres” congruente con un interés epocal en la tipificación que se plasma en El hombre que habló en la Sorbona (1926) de Alberto Gerchunoff y El hombre que está solo y espera (1931) de Raúl Scalabrini Ortiz.
Portadas de Revista de Antropofagia y de Martín Fierro
En verdad, la nómina de hombres desprendida de la revista resulta superpuesta a la función que se atribuyen en la diacronía del siglo XX las publicaciones periódicas más relevantes: a los “últimos hombres felices” que Carlos Mastronardi encuentra en Martín Fierro le siguen los hombres serios que colaboran en Sur desde la década de 1930, los hombres de gravedad ofuscada que integran Contorno en los 50 –ya desde esa presentación con aires de manifiesto que es “Los martinfierristas, su tiempo y el nuestro” de Juan José Sebreli en el n.º 1–, los de adscripción gramsciana que orientan Pasado y presente en los 60, los de ansiedad actualizadora que difunden el estructuralismo y se lanzan a la militancia política en los 70 en Los Libros para recalar en los de gravedad política que atraviesan la dictadura y la serie democrática posdictarorial en los treinta años que abarca Punto de Vista de 1978 a 2008 (donde, se impone subrayarlo, el tono grave no está provisto solo por una cofradía eminentemente masculina sino sobre todo por la figura femenina central de Beatriz Sarlo desde la dirección colegiada de la revista).
La Antropofagia, cuya condición ritual la exime de la inmediatez alimenticia del canibalismo (Morse, 1995), repone la presencia central del indígena en la cultura brasileña. Personaje eliminado –real y simbólicamente– de la cultura argentina, soslayado en el gaucho cuya condición mestiza queda suspendida para especializarse en figura de sabiduría rural y exponente de la lengua pretendidamente propia del país de la cual se desprende una literatura original, el indio es la figura central de la Antropofagia brasileña, que desafía la tipificación que Monteiro Lobato había trazado en el caboclo Jeca Tatu e incentiva la reivindicación del negro que cumplirá Freyre en Casa-grande e senzala (1933). Si ya en el manifiesto Poesia Pau-Brasil (1924), insertado como prólogo al poemario homónimo de Oswald de Andrade ilustrado por Tarsila (1925), el indio es quien resiste al conquistador y, en consecuencia, el antecesor del poeta que denuncia los efectos de la colonización, en el Manifiesto Antropófago se recorta sobre una tribu específica para llegar a la fórmula “Tupi or not tupi: that is the question”.
Manifiesto Antropófago, 1928
Pero caer en esa superstición del adanismo oswaldiano, que convierte al autor en fuente de todas las originalidades, tiene el inconveniente de ignorar o falsear los datos y atribuir al sujeto cosmopolita la implantación de un emblema que instaló, en verdad, el recatado Mário de Andrade, quien nunca abandonó el país y prefirió indagar el folklore nacional en sus manifestaciones auténticas antes que alucinarse con el descubrimiento de la propia tierra bajo los efluvios parisinos. Es Mário quien, en Paulicéia desvairada –colección de poemas de 1922 que pone el “Oratorio profano” al servicio de la crítica literaria, desestabilizando a la literatura institucionalizada y desconfiando prácticamente de todos los grupos que se desplazan por el campo intelectual local–, incluye en el poema “El trovador” el verso que condensa en la precisión de la proclama y la belleza de la frase la confesión de pertenencia estética doble sin que eso implique contradicción ni disonancia: “soy un tupí que tañe un laúd”.
Portada de Pau Brasil y de Paulicea desvairada
Para Oswald, la opción indigenista como estrategia renovadora es el modo de zanjar las disidencias con los modelos europeos enfrentados. Los dos manifiestos que redacta se orientan en ese sentido, aunque con diversa entonación. En el Manifiesto Pau-Brasil reivindica una cultura local de la cual el carnaval es el ritual distintivo, flanqueado por comidas de origen negro y danzas tupís, desdeñando el habla docta –cuyo modelo fue el orador republicano Rui Barbosa– y toda la pedantería que conlleva. La apelación al pueblo tupí renuncia a cualquier trasposición externa, prescinde de traducciones y convierte a la poesía Pau-Brasil en producto de exportación, invirtiendo el trayecto habitual en la relación con Occidente. Por otra parte, apela a una reivindicación lingüística “sin arcaísmos, sin erudición. Natural y neológica. La contribución millonaria de todos los errores. Como hablamos. Como somos”.3 Ese mismo año, el Manifiesto publicado en el n.º 4 de la revista porteña, redactado por Oliverio Girondo, proclamaba la “fe en nuestra fonética” que presuponía la resistencia a toda imposición exterior en el orden de la lengua. Sin embargo, resolvía las cuestiones estéticas de un modo similar al que había definido el modernismo hispanoamericano, por lo que el “hipopotámico público” despreciado desde la primera línea reponía al burgués tipificado en celui qui ne comprends pas del rechazo dariano.
El primitivismo como ademán de vanguardia no puede asimilarse a la preferencia martinfierrista por el gaucho. Además, el personaje Martín Fierro arrastra un componente político de vehemencia comprobada, como lo certifica el poema de José Hernández, y un antecedente directo en la revista también encarada por Evar Méndez en 1919. Este emprendimiento constituye una “primera época” de Martín Fierro a la que no se hace mayor alusión excepto en la entrega inicial y que, por consiguiente, tampoco es equiparable a la “primera dentición” de la Revista de Antropofagia, cuando era dirigida por Antonio de Alcântara Machado y revestía un formato homogéneo al de la publicación argentina, con una cantidad de páginas similar aunque con tipografía diversa que redundaba en textos más comprimidos en el periódico porteño.
Para Martín Fierro no se trata de reasignarle un espacio a un grupo humano que lo ha perdido, como el tupí, sino de distribuir estéticamente el catastro urbano, a lo sumo en pugna con los boedistas. En el reparto de zonas ciudadanas, a Girondo le corresponde el barrio de Flores, cuyas chicas con los pechos colgando de los balcones protagonizan uno de los Veinte poemas... Borges, en sus primeros escarceos criollistas, opta por el barrio de Palermo –continuando la preferencia establecida por su precursor elegido, Evaristo Carriego–, pródigo en tapias rosadas en el declive de la urbe hacia la pampa. Raúl González Tuñón escoge el puerto y sus alrededores, zona prostibularia donde una máquina que funciona con 20 centavos promete paisajes imaginarios que ofrecen un reemplazo lumpen a los paraísos artificiales frecuentados por los poetas franceses. También en el orden prostibulario se mueve Olivari, para quien la esquina de Corrientes y Talcahuano es un ícono ciudadano. La prostitución judía explotada por la Zwi Migdal, en cambio, es evocada por César Tiempo desde la esquina de Junín y Lavalle, en Balvanera, típica zona de la colectividad. Habrá que esperar un par de décadas para que Leopoldo Marechal, lanzado a una biografía colectiva y burlesca del martinfierrismo en el Adán Buenosayres (1948), les otorgue categoría estética a los barrios de Villa Crespo (donde habita Samuel Tesler, representante ficcional de Jacobo Fijman) y de Saavedra, sede de la excursión demencial que realizan los personajes en que resuenan Borges, Scalabrini Ortiz y Xul Solar, cuyo alter ego novelístico es el astrólogo Schultze que repone con apenas una letra adicional el apellido real –de origen letón– del pintor que inventaba idiomas e imponía en Buenos Aires la geometría del cubismo y el cromatismo de Kandinsky.
Portada de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía y de Adán Buenosayres
Estómagos eclécticos
La función de Girondo como animador, agitador y poeta es simétrica a la que cumple Oswald en el modernismo brasileño. A la redacción de los manifiestos respectivos y la sucesión de viajes por Europa en los que adquieren contactos artísticos –Girondo con Jules Supervielle y Ramón Gómez de la Serna; Oswald con Cendrars y los pintores que instruyeron a Tarsila durante la estadía francesa, Fernand Léger y Max Jacob– hay que añadir las obras revulsivas que lanzaron en los 20: de un lado, Veinte poemas… y Calcomanías (1925); del otro Poesia Pau Brasil y Memórias Sentimentais de João Miramar, escritas durante casi diez años. Y, por supuesto, les corresponde la mayor responsabilidad en el diseño de la fisonomía efectiva de los movimientos que lideraron y que terminan enlazándose en algún punto clave: así, la “Carta abierta a ‘La Púa’” con que se abren los Veinte poemas…, reproducida en el n° 2 de Martín Fierro, anuncia las respectivas proclamas martinfierrista y antropofágica al predicar conjuntamente la “fe en nuestra fonética” que retoma Martín Fierro en el n° 4 y el “estómago ecléctico” capaz de digerir bien la comida de todas las latitudes, con la misma capacidad de asimilación e idéntica voluntad irreverente que declara la Antropofagia.
El paralelo entre Girondo y Oswald (Schwartz, 1993) provee un modelo para habilitar el parangón entre artistas plásticos como Xul Solar en la Argentina y Lasar Segall en Brasil (Miceli, 2012). El primero anduvo doce años por Europa, adquiriendo destrezas y realizando alguna exposición para retornar finalmente a la Argentina natal, donde fue ilustrador de Proa, especializándose como pintor de pequeño formato y difusor de elementos vanguardistas aprendidos en el expresionismo, el simbolismo –igual que Segall– y el futurismo italiano nucleado en Novecento con representantes como Boccioni, Carrà y Severini, entre los más notorios.
Segall, de origen lituano, pasó dieciocho años de peregrinación infructuosa en Europa, para asentarse finalmente en Brasil desde 1924, donde estaba radicada su hermana tras el matrimonio con el industrial Klabin.4 Las tradiciones judías que ocupan la primera etapa del pintor –marcada por la obra de un autor como Marc Chagall– viran entonces hacia los trabajos por encargo realizados para edificios de la clase alta paulista, ya sea el Automóvil Club o la mansión de la mecenas Olívia Guedes Penteado, lo que le da acceso a los artistas del modernismo. Xul Solar preferirá la indagación de religiones orientales y saberes esotéricos y, aunque sus obras se integraron a colecciones particulares –como la de la cineasta María Luisa Bemberg–, su público no era exclusivamente ese y su cercanía con la vanguardia argentina no se limita a Proa sino que se extiende a las viñetas para los libros de ensayo iniciales de Borges.
Las páginas de Martín Fierro marcan asimismo la proximidad de Xul Solar con Pettoruti, cuando Xul sintetiza en una nota la formación de su colega, quien estuvo en Florencia, en Roma, en Milán, “en Alemania unos meses en contacto con los expresionistas; luego en París entre el arte más nuevo”.5 El trayecto coincide en parte con el que Miceli reconstruye para el propio Xul (Miceli, 2012) y repone la relación de Pettoruti con el martinfierrismo, que excede el ámbito de la revista y se plasma en el cuadro “El hombre de la flor amarilla (El poeta Alberto Hidalgo)” (1932). La figura, informada por una perspectiva cubista, retrata al peruano responsable de la Revista Oral que tenía su sede en el café Aue’s Keller. El poeta recaló en Buenos Aires luego de sus inicios en Lima, donde participó de la revista Colónida. En 1928, ya identificado con el “simplismo” que le depara alguna pulla en los “Epitafios”,6 su nombre integra el listado sometido a juicio en “El proceso de la literatura”, el último de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana de José Carlos Mariátegui. La profusa correspondencia de Mariátegui con Pettoruti permite cerrar el círculo de vinculaciones y reconocer en ciertos rasgos del hombre de la flor amarilla el rostro anguloso y el mechón sobre la frente que identifican al mismo Mariátegui quien, desde Amauta, reseñaba los números de Martín Fierro que le llegaban, o bien los que Girondo le dejó durante la gira de representación de varias revistas argentinas y uruguayas que inició en 1924.
La exposición en Amigos del Arte que reúne a Xul, Pettoruti y Norah Borges es presentada por Alberto Prebisch como resultado de la presencia de Marinetti en Buenos Aires, al cabo de un paso por Brasil y en el marco de una gira solventada por un empresario carioca (Saítta, 1995). En vistas de que el paso del jefe futurista por tierras tropicales no registró mayor interés y tuvo una serie de desencuentros con la prensa local en la Argentina, que subrayó su adscripción fascista y se erigió en juez estético para establecer que el futurismo estaba caduco, no es arriesgado especular que el italiano vale más por sus efectos que por su obra. Prebisch –a quien su propia participación en la muestra, junto con su colega Vautier, no lleva siquiera a vacilar sobre la conveniencia de firmar la nota elogiosa– coincide en que el movimiento orientado por Marinetti “sabe ya a vino pasado, según el paladar de los buenos catadores”7 y reduce su valor al impulso que provee para otras manifestaciones vanguardistas.8 Exigido por la diversidad de los artistas congregados en la exhibición –los rasgos cubistas de Xul y Pettoruti entran en colisión con el sencillismo de Norah Borges, más próximo a los ilustradores de Proa María Clemencia López Pombo y Alfredo Gramajo Gutiérrez–, Prebisch pontifica que “el acento moderno puede manifestarse bajo apariencias contradictorias”.9
El modernismo brasileño no dio buena acogida a Marinetti y las conferencias de San Pablo resultaron desafortunadas. Sin embargo, en las de Río de Janeiro contó con el beneplácito de Graça Aranha. Mário de Andade, antiguo animador de la revista Klaxon que había sido acusada de futurista por Lima Barreto –quien entabló así la última polémica de su vida, ya que falleció en el mismo 1922 en que surgió la publicación–, estimaba que Marinetti resultaba menos rescatable que el futurismo, del cual recupera las obras de Giovanni Papini, Umberto Boccioni y Aldo Palazzeschi. Pero es evidente que los antropófagos ya no se identifican con el movimiento: la provocación verbal en que se especializan puede responder tanto a la escuela marinettiana como a las ínfulas surrealistas, mucho más afines con el primitivismo hipostasiado de la Antropofagia, y las manifestaciones plásticas que ilustran la revista brasileña declaman gráficamente su raigambre cubista, como enfatiza el Abaporu (1928) de Tarsila que es la imagen que corresponde al pronunciamiento del manifiesto.
La “segunda dentición” de la Revista de Antropofagia, cuando abandona los cuadernillos de ocho hojas para recortarse a una única página en el Diário de São Paulo desde el 17 de marzo de 1929, gracias a los buenos oficios de Rubens do Amaral y un mes después de la clausura de la “primera dentición”, comienza con una variante del Abaporu que irá mutando hasta el dibujo Antropofagia en el n° 6 del 24 de abril de 1929. Poco después se instala la muestra de Tarsila en Río de Janeiro donde, pese a las disidencias internas que provocaron la escisión entre ambas denticiones, muchos de los colaboradores que desaparecen en la segunda serie de la revista o que pasan a ser burlados y escarnecidos en ella, escriben para el catálogo de la exposición. Es el caso de Mário –flanqueado por Aníbal Falcão y Tasso da Silveira– y, lateralmente, de Alcântara Machado, quien no participa de esa publicación pero es citado en una nota del n° 13 de la revista por el “grado tan intenso de brasilidad” que reconoce en Tarsila. En el n° 16, la exhibición montada en el Palace Hotel (de la cual se ofrece como adelanto el cuadro Floresta) se presenta como “la primera gran batalla de la Antropofagia”, en sintonía con las sucesivas identificaciones de la revista: “Órgano del Club de Antropofagia” hasta el n° 4 y “Órgano de la Antropofagia Brasileña de Letras” a partir del n° 5, dirigida principalmente por Raul Bopp, además de ejercitadora del “Santo Oficio Antropofágico” que condena al padre Anchieta en el n° 5 para suspenderse por falta de espacio en el n° 14.
Así como Martín Fierro despliega en sus páginas una diversidad de autores en que se cruzan boedistas y floridistas –acaso respondiendo a la propuesta que formula Arturo Cancela en la carta a Evar Méndez del n° 19 de reunir a ambos grupos en la “Escuela de Floredo” y nombrar presidente a Manuel Gálvez, cuya vivienda en la calle Pueyrredón es equidistante entre las dos zonas, salteando la distancia estética y política entre los criollos vanguardistas y los hijos de inmigrantes entregados a la militancia en la izquierda– y una variedad de ilustradores cuya forzada convivencia puede sintetizarse en la colindancia de Pettoruti y Pedro Figari, la Revista de Antropofagia alterna las producciones de Tarsila con las de Patricia Galvão (Pagu), inminente pareja de Oswald en ese 1929 en que se separa de la artista emblemática del grupo. El debut de Pagu corresponde al n° 2 de la “segunda dentición”, donde el dibujo acompaña el adelanto de Cobra Norato de Bopp, poema que se editará en 1931 con una portada modernista diseñada por Flávio de Carvalho. Aunque vuelve a participar en los números 8 y 11, la presencia de Pagu es secundaria respecto de la de Tarsila, entronizada como símbolo antropófago en un gesto simétrico al que combate el anta de los verdeamarelos capitaneados por Cassiano Ricardo para embanderarse con el tamanduá.
Martín Fierro incurre en una práctica que la Revista de Antropofagia evita: la de la condena a ciertos ejercicios artísticos. Para los antropófagos, la distancia estética se restringe a cuestiones retóricas, y cuando se aparta de los artistas plásticos son los impresionistas europeos quienes ingresan en el catálogo de rechazos. En Martín Fierro, en cambio, la defenestración de Quinquela Martín responde en parte a la preferencia que muestran por él las instituciones y la prensa, y en parte al miserabilismo boedista en que se enfrasca,10 y algo similar se les depara a Pedro Zonza Briano –contra la exaltación de Figari, devenida tópico y compartida con Proa– y a Rogelio Yrurtia, introduciendo una dimensión escultórica ausente en la Antropofagia. El artículo que Prebisch le dedica a Yrurtia abusa de un esquematismo simplificador apoyado en fotografías, cuyas leyendas sindican a un anónimo azteca de “bueno” y a Yrurtia de “malo”.11 Semejante rigidez confirma la aplicación de una ortodoxia estética que en el mismo número se promueve mediante el cartel provocativo sobre el Código Penal de las Bellas Artes.
Independencia estética
El último punto que abordo en este recorrido es el que atañe a la relación del martinfierrismo y la Antropofagia con las respectivas metrópolis. Las diferencias aquí son abrumadoras. Por un lado, porque los argentinos estaban empeñados, ya desde la Generación del 37, en apartarse de la norma lingüística hispánica y en desconocer la validez de la literatura peninsular. El desprecio que le reserva Juan María Gutiérrez a la producción española en la década de 1830 –apenas si rescata a Jorge Manrique– se intensifica en el plano de la lengua cuando en 1875 rechaza el diploma de miembro correspondiente de la Real Academia Española y desata una polémica con un periodista español que se ventila en las Cartas de un porteño. Por el otro, porque los brasileños habían quedado absorbidos por el imperio portugués y recién en 1889 habían conseguido avanzar hacia la República. Como efecto de esa dependencia, el naturalismo brasileño que surge en la década de 1880 y se extiende durante la siguiente tiene una fuerte impronta lusa que impregna las producciones locales con la marca de Eça de Queirós.
Es así como los embates contra los portugueses que incluye el Manifiesto Antropófago son episódicos y llegan a remontarse a figuras coloniales, sin atacar a los contemporáneos. A lo sumo, son los vanguardistas franceses los que resultan descastados por los antropófagos, quienes esquivan la polémica para dar otras señales de disgusto, como es la venta de libros de Cendrars, Cocteau y Breton para adquirir en contrapartida volúmenes locales.12 En cambio, el Manifiesto de Martín Fierro otorga resonancia a los conflictos sobre la lengua ya en la consigna “fe en nuestra fonética”. Pero el momento de mayor encono hacia lo hispánico corresponde al año 1927, cuando Guillermo de Torre –quien también se había acercado a las revistas brasileñas y que es el inminente esposo de Norah Borges– publica en La Gaceta Literaria de Madrid un artículo provocativo que establece que el “meridiano intelectual de Hispanoamérica” pasa por Madrid. La serie de respuestas irritadas consta en el n.º 42 de Martín Fierro (junio-julio de 1927) y confirma que la acción de la vanguardia ha sido eficaz al erradicar los lazos con España y al desconocer cualquier pretensión de lo que Pablo Rojas Paz considera “imperialismo baldío”.
En verdad, lo que los españoles están reclamando a través de la nota absurda de de Torre es un público americano para sus producciones, apenas capaces de despertar un interés escaso o nulo dentro y fuera de España. Baste el ejemplo de la Generación del 27 peninsular –que se ufana de agremiar a Federico García Lorca, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre y Luis Cernuda– cuyo elemento unificador es el tricentenario de Góngora. Desde Martín Fierro, Borges desacredita tal asociación, compilando en Góngora una literatura repudiable que se alimenta “de la cuidadosa tecniquería, de la simulación del misterio, de las meras aventuras de la sintaxis”.13 La ratificación de la traducibilidad imposible entre la lengua española y la porteña corre por cuenta de Roberto Ortelli, quien abusando del seudónimo “Ortelli y Gasset” despliega un vocabulario abstruso, mezcla de lunfardo e invención belicosa en el artículo “A un meridiano encontrao en una fiambrera”.
Semejante intervención es una muestra más del humor impenitente que se plasmó en los “Epitafios” y el “Parnaso Satírico” en las contratapas de Martín Fierro, donde se despelleja a propios y ajenos aunque la práctica queda restringida a la dimensión estética y aplica una gradación que reserva “prismas intestinales” a Eduardo González Lanuza, desdeña los “libros truculentos” de Elías Castelnuovo y vitupera con vehemencia a Alfonsina Storni al asociar su libro Ocre con su talento “medio-ocre”. La revista de Antropofagia es menos permeable a las intervenciones humorísticas, acaso por el afán dogmático que se empecina en hacer de la Antropofagia una ortodoxia y que inevitablemente hay que imputar a las causas de su desintegración como grupo. La sección dedicada a estos ejercicios se titula “Brasiliana” y prescinde de crítica: más bien se trata de citas insólitas, fragmentos periodísticos, ordenanzas burocráticas, una serie de materiales equívocamente selectos, más próximos al Sottisier flaubertiano14 pasmado ante la estupidez circundante que a la vocación burlona de los jóvenes porteños. Paradójicamente, la Antropofagia ostenta un tono mucho más agresivo que el de los martinfierristas, antes proclives a la ironía que al ataque sangriento.
La desaparición de ambas revistas antes de iniciarse la década del 30, con el golpe de Estado de José Félix Uriburu (primo de Girondo, dicho sea al pasar) en la Argentina y el de Getúlio Vargas en Brasil confirma que los experimentos juveniles había perdido el margen lúdico propio de los “años locos” y sus protagonistas debían despojarse de la condición de “hombres felices”. Las revistas de los 30, carentes por igual de desenfado y de vocación renovadora, representan a su vez un retroceso en la posibilidad de comparación porque atenúan el americanismo que en los años 20 se apoyaba en una red de solidaridad que la Reforma Universitaria había engendrado y sostenido con variantes que van desde el contacto directo hasta la creación de partidos políticos como el APRA. La relación entre Argentina y Brasil, que admite destellos de semejanza y aventuras comparativas, sigue siendo una deuda en los estudios de la cultura latinoamericana.
Bibliografía
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1 Prieto, Adolfo (1964), Sarlo, Beatriz (1969) y (1988).
2 MF Año 2 nº 18: 3.
3 Apud Croce, Marcela (2007).
4 Miceli, 2012: 113.
5 A. Xul Solar: “Pettoruti”. MF Año 1 n° 10-11 (1924): 66.
6 “Aquí yace –¡Dios lo asista!– / Alberto Hidalgo enterrado, / murió en tierras de Eldorado / de jaqueca futurista”. MF Año 2 n° 14-15: 82.
7 MF Año 3 n° 30-31 (1926): 1.
8 Tanto contemporáneamente como mucho después, e ignorando en ambos casos las advertencias de Prebisch, la crítica llegaría a las mismas conclusiones. Así, mientras para Mariátegui el futurismo marinettiano fue “un caso de longevidad, no de continuación ni desarrollo” (apud Schwartz (1991:368), para Annateresa Fabris el futurismo vale menos por las obras que como voluntad agitativa (Íbid.: 369).
9 MF Año 3 n° 30-31 (1926): 3.
10 “Kin-ke-la”. MF Año 3 n° 27-28: 135.
11 “Irurtia” (sic). MF Año 2 n° 18: 1.
12 Revista de Antropofagia Año 1 n.º 3: 2. Paradójicamente, en el nº 6 de la publicación se incluye el autógrafo de Max Jacob y en el nº 8 el de Krishnamurti, ambos obtenidos por Oswald.
13 Borges, Jorge Luis (1927). “Para el centenario de Góngora”. MF Año 4 n.º 41.
14 Campos, Augusto de (1975). “Revistas re-vistas: os antropófagos”, en Revista de Antropofagia. Edición facsimilar. San Pablo: Editora Abril-Metal Leve (5-16).